Por M. Lavin
Todo fue gracias al pastor Kaldi en Egipto, que un día de 1440 vio a sus cabras verdaderamente enfiestadas después de comer las frutillas de cierto arbusto. El arbusto fue después nombrado cafeto y sus propiedades terapéuticas ensalzadas. Los países asiáticos enloquecieron con el brebaje que de esta frutilla una vez seca y molida se lograba; la costumbre llegó a Europa, que la asumió con devoción y en el siglo XVII abrió en Londres su primera cafetería.
A partir de entonces las ciudades europeas se poblaron de cafeterías donde se acompañaba la conversación y la placidez del encuentro con café.
A México lo trajo, desde Cuba hasta el puerto de Veracruz, Juan Antonio García, y llegó a Chiapas en el siglo pasado por obra del italiano Gerónimo Manchinelli, quien lo sembró en la región conocida como el Soconusco, en la parte más al sur de ese estado, en la colindancia con Guatemala, donde desde hace más de un siglo el cultivo de café es la principal actividad económica.
México ha sido desde entonces un importante productor de café en el mundo, y entre los demás estados cafetaleros -Veracruz, Oaxaca, Puebla, es Chiapas el que lleva la delantera.
Allí están la sierra y la necesaria altura para que, a la sombra de la paterna y el chalum, el cafeto crezca y rinda sus frutos; allí está la mano de obra de las familias que habitan esas recónditas tierras serranas, quienes lo cosechen a mano.
En Chiapas aún perdura la tradición que sembró, a principios del pasado siglo, la quimera del café. Inmigrantes de Alemania, Francia, Italia, España, Estados Unidos, arribaron entonces y se establecieron como finqueros cafetaleros; inmigrantes chinos, jamaiquinos, japoneses, como trabajadores de estas fincas. Allí se formaron grandes fortunas y enormes infortunios. Los intereses alrededor del café conjuraron sueños prodigiosos que aún subsisten en fincas de esplendor sostenidas con el trabajo y con una mística que los tiempos actuales no permiten tan fácilmente.
Parte de esa producción está actualmente a cargo ya sea de organizaciones indígenas o de fincas de gran tradición, como la Finca Irlanda que desde los años sesenta cultiva un café orgánico con calidad de exportación, pionero en su tiempo.
El café sigue siendo aquí un cultivo totalmente artesanal, cuyo beneficio convoca a muchas manos y sensibilidades. Actualmente se promueve en la región La ruta del café, un recorrido por las viejas fincas del Soconusco en lo que se llamó Nueva Alemania, a través del cual se pueden conocer fincas, paisaje, proceso de producción e historia del café.
Las delicias de beber café
Los mexicanos, que exportamos el fruto beneficiado, también bebemos café a nuestra manera. La costumbre fue desde luego heredada de los europeos, y por eso en aquellos lugares donde los inmigrantes -españoles sobre todo- se asentaron, la costumbre de pasarla tarde en el café arraigó. El puerto de Veracruz es uno de los ejemplos más notables de lo que es sentarse a tomar y disfrutar de un café, y bien merece experimentarlo con el ánimo y con el paladar.
El famoso Café de la Parroquia, que alguna vez estuvo en Los Portales de la plaza central del puerto y que ahora se ha mudado de frente al Malecón, permite sentir la vocación de puerto abierto al mar de esta tradicional localidad mientras se bebe un lechero, el café más típico del local. A cierta hora de la tarde y hasta entrada la madrugada la demanda por conseguir una mesa es tal, que a veces hay que permanecer un buen rato de pie, atisbando el momento en que se desocupe una, porque en La Parroquia se va a beber café sin preocupación.
La costumbre es golpear el vaso lechero vacío con la cuchara metálica para que un mozo que porta dos enormes teteras se acerque a la mesa y vierta de una de ellas la esencia de café y la leche humeante de la otra, en la combinación que plazca al cliente.
Beber café no es sólo caldear el ánimo con el aroma y el sabor del filtrado, sino detenerse y percibir lo que alrededor sucede. Se bebe despacio, se pide más de uno y se conversa como es buena costumbre de nuestra veta mestiza.
El café tomó un gusto que sólo se prueba en esta tierra, donde se le adicionan el piloncillo y la canela y en algunos casos la cáscara de naranja para hacer el típico café de olla, que se bebe en jarro de barro. Los jarritos son ideales para mantener el líquido caliente, por la estrechez de su boca y su vientre panzón. Un jarrito, además, se abraza con las manos, que así se entibian como es menester en las noches de frío o muy temprano en la mañana. Los muros de las antiguas cocinas mexicanas, en especial las poblanas, se encuentran tapizados de estos pequeños jarros de barro en los que se sirve el café.
Por costumbre, y en el campo sobre todo, el mexicano bebe un café endulzado -es su líquido despertador, el que lo conecta con la salida del sol-que tal vez acompaña con una concha o una oreja, esos tradicionales panes dulces que tanto gustamos los mexicanos, antes de lanzarse a las faenas del campo. El café se prepara en olla a la manera casera, donde una vez hervida el agua se le agrega el grano molido y se le deja asentar un rato antes de colarlo, de preferencia con un trozo de tela. A media mañana se toma un almuerzo abundante y sabrosísimo. Para la merienda, es costumbre mexicana que tanto adultos como niños beban el café con leche sopeando sus panes dulces, como si el brebaje café claro confortara y lo preparara a uno para la cama, muy en contra de las virtudes estimulantes de este fruto y por las que alguna vez se le utilizó como tónico medicinal.
En las ciudades coloniales mexicanas es costumbre beber café en las terrazas o en los portales que están de cara a la plaza, donde el pasear de la gente es constante. En la capital -como en todas las grandes ciudades del mundo- el café se bebe en todas sus modalidades y los buenos bebedores se precian de comprar el café en grano y molerlo al momento de usarlo, para resaltar sus propiedades. Un tradicional restaurante del Centro Histórico de la Ciudad de México lleva el nombre de Café Tacuba -ahí todavía se sirve el café a la antigua usanza, pues se vierten al vaso por un lado el concentrado líquido de café y por el otro la leche caliente-; a su vez, un grupo mexicano de rock que canta la composición del dominicano Juan Luis Guerra, Ojalá que llueva café, lleva este mismo nombre aromático y tradicional: Café Tacuba.
Café de olla, café con leche o lechero, leche o agua para café -como se dice cuando sólo se dispone del café soluble-, así como las múltiples modalidades europeas de tomarlo, son tradición de mucho arraigo en este país donde cada año la flor del cafeto muda su blancura por la cereza que una vez seca cede su roja esencia al grano de café, ese inigualable cómplice de secretos y solitaria contemplación. En cada trago el café evoca los paisajes agrestes de las sierras chiapaneca, veracruzana, oaxaqueña o poblana, donde desde los mil metros de altura este arbusto encuentra sus lares para que con el clima y el beneficio húmedo y seco que prodigarán los cafeticultores a su fruto se obtenga el grano de oro que colma de bienestar.
Beber café es codearse con una historia aneja y placentera.